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Textos | Grito de Mujer 2022 | Durango | MEX


 

 

COLECTIVO DE ARTISTAS EN VOZ ALTA, A.C.
Durango, México.


    
Everardo Antonio Torres González.
 

 

Vienes

 

 
Vienes envuelta en la nostalgia,
sombra de rosas, aroma de silencios;
en un corcel de lava y girasoles,
dibujando la noche en las pupilas
en donde fluye la magia de Eva
y el viento del manzano fluye,
bajo la piel, bajo las huellas
de arenal y cardos...
Vienes envuelta en polvo del otoño
hasta la desmemoria de mis manos,
como un soplo de octubre, redimido
y lánguido, como ala de poeta
en un madero náufrago.
Vienes en alforja de sueños
que se guardan de amar lo más amado,
ondulando en la mar, en tu ser ondulando.
En el alero rojo que se viste de campo,
de caricia silvestre, de sol sacrificado
con un cerco de nubes en la tarde de un sábado.
Vienes de la tormenta, vestida de relámpagos
 

_____________


Entonces
Entonces... un pájaro posó su sombra,
y tus labios semejaron una tarde
de noviembre - rojo tenue entre nubes
y viento-
pinceladas que besan el manto
del ocaso.
Y cayeron las gotas de la rosa
sobre la tierra trémula..
Sobre la cúspide de un sueño
recostaron la frescura y sembraron
humedad entre la sed del rojo tenue.
Y esparcieron caricias como lluvia,
en la sombra de un pájaro y el tremor
de tus labios,
en las letras que nombran
la piel y la garganta que ahoga
un suspiro en noviembre;
un suspiro en las alas que ventean
mariposas,
en la noche afrutada con silencios
y prisa.
y cayeron las sombras en los cuerpos
de niebla, en los desnudos besos,
en los cálidos vientres.
Entonces... un pájaro posó su sombra,
sobre las alamedas de tu rí¬o,
de tus peces, de los aleros rojos
como sol de noviembre.

Nosotros
Nuestras canciones son otras,
otras son las lágrimas
que mordemos y la sonrisa que libera
nuestra tarde.

Otra nuestra noche y el encuentro
de las respiraciones.

Son otros los peces del canasto
que alimenta nuestros sueños
y las nubes que sombrean nuestra lluvia.

Otras son las manos que cerramos
hasta sangrar los puños de la rabia
y acometer el espejo que mutila
el camino de futuro.

Nuestro techo, pan... nuestro mañana,
son otra dimensión que no se alcanza
a mirar desde las alas indecisas,
desde el bronceado de la piel ociosa.

Desde los lentes de sol y los sorbos pausados
de Buchannans.

Otra es nuestra forma de amar,
de atar los labios - en el sencillo
impulso de existir sin lí¬mite-

Nuestros yates son de papel
y nuestro mar de lluvia...

Nosotros somos patria, vuelo;
ave que pulsa el porvenir que
ya no espera..
A cuenta del amor
la mar se agita,
y se vierte en la sal
de las estrellas
    


 

 

Phillip H. Brubeck G.


DANZA PARA DOS ALMAS.


La melancolía le fue cubriendo sus ojos, escurría despacio por los cristales de la casa, penetrando con ella en sus pensamientos, con el recuerdo en descenso suave de esos momentos de perfecta unión en cuerpo y alma.


La lluvia no dejaba ver las cumbres de los Cárpatos nevados de la vieja Eslovaquia, engalanada por los prados verdes y las alfombras de flores amarillas.


Recordó cuando, abrazándola por el talle, solían pasear por la plaza entre la catedral de Santa Elizabeth, con sus agujas de cantera parda, y el teatro; luego, en silencio se detenían a escuchar la música de la fuente. Así pasaban las horas, platicándose multitud de cosas, sin fin. A ella le encantaba hablar de todo para expresar las sensaciones de su corazón, de la música que brotaba de su ser luchando contra la nada.
A él le fascinaba oírla. Nunca se cansaba de escuchar esas palabras; como violines, le endulzaban el alma en un torrente de notas con movimientos constantes, como un subir y bajar entre los ríos que descienden el agua de las nieves eternas de las montañas hasta el parsimonioso Honrad.


La soledad ahora lo impregna todo, como la humedad se resbala por los muros. Todo se ha vuelto gris, ella se ha ido, jamás volverá a verla. Tras el gran amor ya sólo queda el vacío, la desolación, ¿por qué la separación eterna después de un gran amor? No, no hay rabia, el dolor no le permite sentir otra cosa, todo esfuerzo adicional sería inútil, está con el llanto en los ojos hasta lo más profundo de su alma sin poderse consolar.

Cómo le llenaba de sana alegría su voz melodiosa, jovial, rítmica. Nunca nadie inundó de felicidad, de armonía su existir que en la ciudad de Kosice se había convertido en una rutina de trabajo agobiador, constante, sin tregua. Fue ella quien le dio sentido a ese continuo laborar, entonces encontró la razón de ser de tanto esfuerzo.


Todo se vuelve tan fácil como el planear suave de las aves por encima del ancho río, o sobre la plaza de catedral en un día de poco movimiento citadino.


El estruendo del rayo le hizo retornar a su realidad para luego volver a sumirse en el recuerdo de aquel primer roce de los labios castos de ella en los de él, con una caricia llena de ternura. Estaban en el café enfrente de la plaza, al fondo, en una mesa discreta alejada de la curiosidad de los transeúntes que se asomaban por la vidriera al pasar por ahí.


La alegría del barroco molto vivace le invadió en ese instante. Nada hay equiparable a ese amor puro surgido desde lo más profundo del alma como un torrente vivificador para lograr la fusión en un solo ser.


El tiempo deja de fluir. Se detiene en contraste con su momento de abandono en el movimiento constante. Nada más permanecen los recuerdos de aquello que ya no es.

Después de este temporal ya no es posible vuelva a salir el sol, ¿qué razón tendría para despejar las nubes?, ¿para acabar con la lluvia? No, el amor no puede concluir así, la muerte no lo extingue, eso es imposible, si no, ¿para qué existir?, por ser tan excelso no puede ser finito, la perfección es eterna, la armonía rige al universo y las almas se deben volver a unir cuando cesa la física existencia, porque el amor es el canto perfecto de la existencia.


Vamos alma mía, deja ya a un lado todo cuanto te impregna de melancolía, ella está ahí, su presencia es etérea, todo lo envuelve, lo inunda, te circunda y te mantiene en contacto con ese placer que te lleva a la dicha eterna. 


Pero mientras tanto, piano y forte, en contraste constante le envuelve el ser con sentimientos encontrados. Cuán difícil es permanecer en este mundo caminando solitario, por los mismos caminos del ayer en un remolino hacia insondables abismos, pero al poco tiempo lo elevan, piano y forte, con extrañas cadencias entre los Cárpatos. Piano y forte, el contraste de los sentimientos, piano como el goteo de la lluvia al concluir el forte tempestuoso del llanto y la desesperación.


Sus cabellos castaños, luengos, resaltan sobre su piel sonrosada, le hipnotizan, le envuelven en un ritmo sensual. Al bailar, ella se mueve con la gracia de las ramas de los árboles a la orilla del Hormád, alimentados por la vitalidad fluvial, flexibles, gráciles, en círculos alrededor de la existencia en el ser universal, en una danza para dos almas, en una mazurca más allá de los límites del tiempo y la materia.

    
 

 

 

César Curiel.
 

 

Amo a esa mujer.

 

Amo a esa mujer
con arcilla en el cuerpo
que sostiene pilares
de historia
en sus manos lleva la vida
y mil penas guarda
bajo su propia sombra.

Amo a esa mujer
que ha alimentado pueblos
porque en su piel hay tierra y
cicatrices
vestigios de guerras
y sufrimiento.

Va por el tiempo
pisando cardos
con una muerte lenta
atada en la garganta.

Me duele la ambigua
sequia que hay en sus manos,
del vientre postrado
a las naciones
del que solo el hombre
desea para si soldados.

Me duele ver la falacia
vestida de lino
hermosamente maquillada
con el dolor en los poros
y la sonrisa en los labios.




Rafael Ortíz Erseñoz.


El hubiera… sí existe.


 

El hubiera… sí existe.
Anoche tuve un sueño
y murmuré al oído de mi amada.
Todo será como antes
sin cangrejos, ni alebrijes, ni fiebres, ni dolores.

Cuando todo pase,
reiremos a cielo abierto,
justificaremos a los amigos el exilio,
les diremos que fue una pesadilla que huyó de madrugada.

Volveremos a El Pueblito,
a los nuevos despertares
a las noches perfumadas cobijadas con amor
al arrullo de la lluvia muy cerquita del fogón
al concierto de los grillos,
al claro de luna en su espalda.

Hay tantos caminos por andar que nos esperan,
Islas desconocidas en sus ojos
ocasos tardíos de tardes amarillas
besos en botón de primavera.

Ven mujer, retrocedamos el tiempo
toma mi mano molde de tu pecho,
relicario de tu palpitar de alondra,
viajaremos al mundo de los hubiera
donde la verdad y la mentira se fusionan
donde vivir y morir,
da lo mismo ante la indiferencia de Dios.

    
Aun estoy aquí.
Aun estoy aquí.
En la cintura del insomnio,
con el tremor de sus labios de verano
en un otoño ya olvidado.

Esta noche en mis sueños
viajaré en su cuerpo
por valles y cañadas
por dunas blancas y despeñaderos
transitaré laberintos inéditos
hasta el nido donde nuestras lágrimas un día
rodaron juntas.   

¿Cuántos otoños han pasado?
Estoy congelado en el invierno
donde palpitan los besos dormidos
del adiós postrero.
El viento silba la canción tristeza
arboles  desnudos tiritan,
desprenden caducos calendarios.

y en medio de la noche
aun estoy aquí
porque no moriré cuando renuncie a vivir
sino cuando la deje de amar.

 

 

 

Laura Lucero Mercado Rodríguez.

 

El canto de la vida: La niña O'dam.


El atardecer de la sierra de Durango era testigo de las huellas que dejaba Litza al andar por todos sus alrededores. La sangre que circulaba por las venas de la niña O'dam cuyos ojos rasgados como la media luna y dueña de una piel suave de color bronce, hacía que las noches de diciembre fueran cálidas al arroparse con su larga y negra cabellera. En medio de los pinos, se divisaba un pequeño cuartucho (hogar de la pequeña), cuyo piso adornaba sus pies de tierra y las paredes delineadas con pedazos de madera y lámina, le servían para guardar el calor y soportar los crudos inviernos. La luz que se colaba a través de una pequeña ventana durante el día, eran las cortinas doradas del sol y por las noches, una pequeña vela era suficiente para tener visibilidad en la oscuridad. El lugar donde vivía Litza, era un cacho de tierra lleno de árboles y piedra perdida en medio de la nada. El olor a tierra mojada, el canto de los pájaros, el agua del río, los rayos del sol (desde el amanecer hasta la noche), la brisa nocturna y la luz de la luna; eran los fieles acompañantes de la niña y su madre. Por las noches, cuando el viento soplaba incesante, las ramas de los árboles le cantaban a la pequeña el canto de la vida, un canto que ella disfrutaba toda la noche (pues la arrullaba) y hacía que una fuerza mágica brotara desde el centro de su corazón y la envolviera en cuerpo y alma.


Por las mañanas, la pequeña se recostaba a la orilla del río y escuchaba las historias que su madre le narraba sobre dioses, guerreros y doncellas. Litza se imaginaba todos esos mundos fantásticos en dónde solo ella existía y a su lado un corcel blanco con alas de águila, el cual, se había convertido en el fiel acompañante que se encargaba de llevarla a recorrer mares y montañas, bosques y lagos colmados de seres pequeñitos que eran los guardianes y arquitectos de los templos en donde moraban los dioses. La pequeña O'dam soñaba con poder tocar sus manos los mundos mágicos que su madre le relataba. No entendía por qué su mundo era solitario y hostil, pues cuando escuchaba en la lejanía voces y rugidos, su madre de inmediato le ordenaba que corriera hacía la cabaña y se metiera atrancando la puerta con un trozo de madera pesado y se ocultara debajo de la cama sin hacer ruido alguno. La niña solo podía escuchar su respiración y el palpitar de su corazón desorbitado al punto de sentir que su pecho se fragmentaba. Alrededor de la cabaña, imperaban los rugidos, golpes estruendosos y voces escasas de oxigenación que, poco a poco, iban alejándose del lugar. Litza, abrazaba sus piernas con sus ojos cerrados e iba quedándose dormida hasta que la noche la sorprendía y se despertaba percatándose de que se encontraba recostada ya en su cama arropada, mientras que los dedos de las manos de su madre le cepillaban cariñosamente su larga y negra cabellera, musitándole el canto de la vida. La pequeña O'dam no comprendía por qué tenía que esconderse debajo de su cama y mucho menos entendía esos ruidos extraños que se escuchaban mientras permanecía oculta hasta que la noche llegaba. El frío de la sierra de Durango no le importaba. Litza había aprendido a lidiar con las inclemencias del clima, estaba dispuesta a enfrentar cualquier tempestad por tal de que su madre y ella emprendieran la marcha hacia un mundo en donde no tuvieran que vivir atadas al miedo. Las piedras, el agua de los ríos, las espinas, los alacranes y las serpientes, no eran obstáculo, sino todo lo contrario, el deseo por caminar hasta el último tramo de la tierra para encontrar el camino hacia la salvación, era el sueño anhelado. 


La niña O'dam podía ver en los ojos de su madre el miedo que la paralizaba. Sabía que ese miedo hacía que su voz no se asomara al mundo exterior. Los colores rojo y morado alrededor de su cara aparecían y desaparecían asiduamente. Había días en los que la tierra se matizaba de rojo. La libertad era un sueño. El cuartucho de la sierra y sus alrededores eran una prisión que la pequeña no sabía el por qué su madre y ella estaban pagando una condena, que no merecían. No podían hablar con nadie. Estaba prohibido. Su madre le decía que las peores bestias que se podían topar en la vida, era la gente que deambulaba a sus alrededores; así que la pequeña en cuanto divisaba a alguien acercarse, reaccionaba corriendo hacia su casa y se encerraba hasta que los transeúntes se alejaban. Las mañanas eran los momentos en que la tranquilidad imperaba. El mediodía era el preludio a los misterios de las tormentas vespertinas. La tarde era el golpeteo abismal al pecho y la asfixia a la mente y el alma. Los ojos, eran la tiniebla forzada y los oídos, la gota que envenenaba el tiempo alimentado por el miedo. ¿Qué está pasando? ¿De dónde vienen esas bestias que bordean el hogar de la niña O'dam? Los rugidos han aturdido la tierra y el trémolo de las aguas han anidado la incertidumbre. La tarde había llegado. La madre de Litza le había ordenado que se escondiera debajo de la cama (una vez más). La pequeña obedeció de inmediato el mandato (como siempre lo hacía), pero su voz mental le ordenó salir en el instante en que el fragor avasallara. La pequeña se había dado el valor de abrir los ojos, levantarse y salir debajo de la cama para quitar el tronco que aseguraba la puerta y poder atestiguar lo que estaba sucediendo afuera de su morada. Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo: un demonio cuyos ojos destellaban fuego y embravecido bramaba a los cuatro vientos. Su cuerpo parecía un tronco que se retorcía entre la tierra, las piedras y los árboles. Tenía las manos del tamaño de una montaña y el rostro atestado de telarañas que no permitían verle la cara. El ruido que emitía al respirar provocaba que los oídos quedaran confundidos. La fuerza de la bestia era descomunal. La niña atemorizada buscaba a su madre. No le importaba si tenía que pasar frente al demonio. El ocaso se había vestido de púrpura. La tierra expelía el miedo que se había enraizado en la mirada de la mujer. El yermo curvo, profesó el aciago de los párpados atrapados en el lóbrego de la tarde: fragmento del canto en la sangre y el mar en llamas bajo la piel. La memoria abrió la puerta al relámpago que destrozó la quietud y alimentó el ágata que erigió el río en la frente. 


El silencio resurgió enredado entre la sal del mar de un siglo por un instante. La noche se abrasó en la llama carnicera que cegó la inocencia de las almas. No era un hombre, era una bestia. No era su padre, era el demonio ataviado de carne y hueso que escribió de rojo el vientre de su madre. La soledad fue el grito disperso en la raíz del miedo que yace en el subconsciente y se reproduce a cada segundo. Un río de oscuridad avasalló los párpados y el trémolo de la tierra al escuchar el caminar de los árboles hacia la cumbre del cielo embriagado del nocturno perene, abandonó el llanto y recibió las ramas desnudas. Un destello dispersó las alas. El cuerpo de la niña fulguró en la tersura de la nube y su sangre abrasó los ojos de la bestia y lo arrastró hasta el abismo para alimentarlo con las entrañas de los cuervos. Tarde llegó, el sosiego. El cuerpo de la niña O'dam quedó sembrado en la sierra de Durango y dio a luz un formidable encino, cuyos frutos son el canto de la vida y la justicia que viste de dorado las tardes, en las que su madre camina descalza, bajo el templo del cielo que alberga la esperanza que alguna vez había extraviado y que Litza le otorgó aquella tarde, devolviéndole la libertad cuando su resplandor cegó para siempre, a la bestia. 


“Cuando golpeas a una mujer,
no solo estás lastimando su cuerpo,
estás desollando su alma”.



Lucero Mercado.
25 de diciembre de 2021.
    



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